[Entrada publicada originalmente el 31.05.2010 en el Blog de Inteligencia Emocional de EITB, desaparecido el 01.07.2024]
“Y en cada tumba había plantado un girasol, recto y
firme como un soldado en un desfile.
Me quedé mirándolos hechizado. Recorrí con mi mirada
a un girasol que se elevaba desde la tumba. La cabeza de la flor parecía
absorber los rayos del Sol como espejos y los atraía hacia la oscuridad del
suelo. Parecía emerger desde el interior de la tierra y se asomaba al exterior
como si fuera un periscopio. Estaba pintado de vivos colores y a su alrededor
las mariposas volaban de flor en flor ¿Llevaban mensajes de una tumba a otras?
¿Acaso susurraban a cada flor que le diera un mensaje al soldado que yacía bajo
ella? Sí, eso era exactamente lo que hacían: los muertos estaban recibiendo luz
y mensajes.
En ese momento envidié a los soldados muertos. Cada
uno tenía un girasol que los unía al mundo exterior, y mariposas que visitaban
su tumba. Para mí no habrá ningún girasol. Me enterrarán en una fosa común en
la que los cuerpos se apilarán sobre mí.
Ningún girasol traerá luz a mi oscuridad ni ninguna
mariposa bailará sobre mi espantosa tumba.”
Wiesenthal, Simon (2008, 1ª ed.1970): Los
límites del perdón: dilemas éticos y racionales de una decisión.
Barcelona: Paidós, p.23.
En el libro Wiesenthal narra un dilema que se le presentó a él en la época de internamiento en Wilhaus. Un día, mientras estaba trabajando en un hospital, una enfermera le conduce al lecho de muerte de un joven soldado nazi que, atormentado por sus crímenes, quería confesarse y recibir la absolución por parte de un judío. Aún sabiendo que el enfermo probablemente no sobreviviría a aquel día, después de escuchar su confesión, él guardó silencio y salió de la habitación. Al día siguiente, que volvió a trabajar al mismo sitio, la enfermera le comunicó que el soldado había muerto el día anterior. Tiempo después de salir del campo de internamiento, aprovechando una visita a Munich, pasó por Stuttgart y visitó a la madre del soldado quien se había quedado viuda y guardaba una buena imagen de su hijo. En esa ocasión Wiesenthal también guardó silencio. Acabada la narración plantea al lector que se haga la pregunta: “¿Qué habría hecho yo?”. Y ese reto se lo propone a distintos personajes (profesores, rabinos, escritores, judíos, cristianos, etc.) que comparten su opinión con el lector en la segunda parte del libro (el simposio); algunas respuestas son muy diferentes entre sí, incluso opuestas. Como señala el autor: “el punto más importante es, por supuesto, la cuestión del perdón. Perdonar es algo que sólo el tiempo puede conceder, pero también el perdón es un acto de voluntad y sólo la víctima tiene autoridad para tomar la decisión” (p.80). Cada uno puede perdonar únicamente los crímenes o ultrajes que se han cometido contra su persona.
Por mi formación y mi tradición cristiana tiendo a pensar que siempre que haya arrepentimiento hay que perdonar. Leer el libro me ha abierto los ojos a cómo ven el tema los judíos. Me quedo con la exposición que hace Deborah E. Lipstadt. El teshuvah, arrepentimiento, sirve para reconciliarnos con Dios y con los demás seres humanos. Éste exige, en primer lugar, acudir a la parte agraviada; encontrarnos cara a cara con la parte ofendida. Después de ese encuentro, y de intentar corregir el mal, es cuando debemos volvernos hacia Dios. Pero no hay un teshuvah completo hasta que el individuo se vuelva a encontrar en una situación parecida y no repite sus pecados. Un paso más es la kaparah, expiación, que sólo se obtiene cuando se afrontan las consecuencias de los actos. Los actos buenos conllevan bendición y los malos castigo; no es suficiente con el arrepentimiento (pp.140-143).
Si algo está claro es que lo que no podemos y no debemos es olvidar. Sería injusto para las víctimas y para toda la humanidad; nos podría llevar a cometer las mismas atrocidades o parecidas. Coincido con el planteamiento que hace Sven Alkalaj “Si el genocidio queda impune, sentará un precedente para genocidios futuros. Sin justicia nunca podrá haber reconciliación ni auténtica paz (...) debemos recordar que cada crimen contra el Derecho Internacional es un crimen contra la humanidad y no sólo contra la persona o sociedad que lo sufre” (p. 85).
"Una vez leí en alguna parte que es imposible romper las creencias firmes de un hombre. Si alguna vez llegué a pensar que eso era cierto, la vida en el campo de concentración me enseñó que estaba equivocado. Es imposible creer en nada viviendo en un mundo que ha dejado de considerar al hombre como tal, que constantemente ‘demuestra’ que uno ya no es un hombre. Así que uno empieza a dudar, empieza a dejar de creer en que existe un orden mundial en el que Dios ocupa un lugar definido. Uno realmente empieza a pensar que Dios está de permiso. De otro modo, todo lo que está ocurriendo sería imposible. Dios debe haberse marchado. Y Él no tiene un sustituto” (p.19)
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