[He publicado esta entrada el 04.11.2016 en el Blog de Inteligencia Emocional de Eitb-desaparecido el 01.07.2024]
Recientemente mi hijo mayor, Xabier, ha cumplido 18 años y
estoy dándole muchas vueltas al efecto Pigmalión. Es un gran lema ahora que legalmente
ha alcanzado la vida adulta el “corre, vuela, no te detengas”… mi gran duda es
si ese es el mensaje que le he trasmitido a lo largo de todos los años
anteriores… Sí que soy consciente de que cada vez que me decía cosas como “¿soy
un payaso ama?”, le respondía: “No cariño, no eres un payaso… A veces haces
tonterías y las haces muy bien…”. En uno
de los roles más importantes de nuestra vida, el de padres y madres, en
ocasiones no caemos en la cuenta del poder que tienen nuestras palabras sobre
esas personitas que aprenden de nosotros como esponjas y que harían cualquier
cosa por no decepcionarnos (independientemente de que lo que esperemos sea
positivo o negativo).
El otro día presencié una escena en la entrada del
supermercado que me removió profundamente. Estuve a punto de intervenir pero
dudé de si sería una buena idea y no lo hice. Pensé que igual empeoraría la
situación. En las taquillas que hay en la entrada para guardar las bolsas
estaban una madre y un hijo de unos 14 años. El niño tropezó con la madre y
ésta se hizo daño. De repente, con la cara invadida por la ira, la madre le
empezó a gritar: “qué torpe eres; mira que eres inútil, cómo se puede ser tan
idiota…”. No soy quién para juzgar a esa madre pero sí puedo afirmar que esa
comunicación no fue adecuada, que ese no es un buen mensaje para un hijo (y
menos en público). La cara del niño lo decía todo… una mezcla de vergüenza,
resignación y, sobre todo, dolor… Qué
fácil es herir a alguien, minarle su autoestima y qué difícil reparar ese daño.
Me recordó una historia que solemos contar en nuestros cursos, El papel arrugado:
“Contaba un predicador que,
cuando era niño, su carácter impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor
provocación. Luego de que sucedía, casi siempre se sentía avergonzado y
batallaba por pedir excusas a quien había ofendido.
Un día su maestro, que lo vio
dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros
de clase, lo llevó al salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo:
—
¡Arrúgalo! —El muchacho, no sin cierta sorpresa,
obedeció e hizo con el papel una bolita.
—
Ahora —volvió a decirle el maestro— déjalo como
estaba antes.
Por supuesto que no pudo dejarlo
como estaba. Por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues
y de arrugas. Entonces el maestro remató diciendo:
—
El corazón de las personas es como ese papel. La
huella que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y
esos pliegues”.
Una vez abierta la herida de poco sirve decir “lo siento”,
“no sabía lo que decía”, “me he descontrolado”, “me he dejado llevar”, etc. Esa
herida deja cicatriz y esa cicatriz es más profunda cuando la herida nos viene
de alguien muy querido o relevante para nosotros. Y no debemos olvidar tampoco que
muchas veces las heridas nos las causamos nosotros mismos. A veces somos quienes nos decimos las cosas más terribles, quienes
nos ponemos los mayores obstáculos… Nos debería saltar una alarma cada vez
que nos decimos cosas como: “qué tonta soy”, “qué inútil”, “no puedo ser más
torpe”, “¿cómo puedo ser tan despistada?”, etc.
En este contexto es relevante también hablar de los mentores. Mentor es un personaje de la
mitología griega, el consejero de Telémaco en la Odisea. Si acudimos al
diccionario de la RAE las dos
primeras acepciones son: 1) m. y f. Consejero o guía; 2) m. y f. Maestro,
padrino. La mayoría de las personas que ejercen liderazgo o que han alcanzado
posiciones de poder suelen relatar que en su vida han tenido uno o varios
mentores; han encontrado personas que les han ayudado, sabiéndolo o no, a dar
lo mejor de sí mismas. Cualquiera de
nosotros puede ser un mentor para otra persona y hacer una diferencia en su
vida; para ello es necesario ver no lo que la otra persona es sino lo que
puede llegar a ser. Todos podemos contribuir a mejorar la autoestima de otra
persona. Lo importante, como señala este interesante vídeo, es dar el mayor
número de fichas de póquer posible y quitar sólo aquellas que sea necesario…
En una entrevista
César Bona, uno de los 50 finalistas
para el Global Teacher Prize de 2015 (considerado el Nobel del profesorado),
señalaba: “Los niños no son solo los adultos del mañana: son habitantes del
presente. Subestimamos constantemente a los niños y su creatividad, pero todos
tienen un talento; solo hay que saber abrir la puerta para que lo saquen. Y ahí
es donde intervenimos los maestros, viendo lo que los demás son incapaces de
ver”. Esta afirmación es válida no sólo para los niños. Todas las personas tenemos uno o varios talentos. Y es misión de
todo educador ayudar a aflorar dichos talentos, no sólo de los educadores de
edades más tempranas, y no sólo en el ámbito escolar sino en todos los de
nuestra vida.
Ojalá seamos capaces
de animar e impulsar a avanzar a las personas con las que nos relacionamos.
Ojalá de nuestros labios salga el “corre, vuela, no te detengas” que haga al
otro dar lo mejor de sí mismo.
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