viernes, 4 de noviembre de 2016

Corre. Vuela. No te detengas.

[He publicado esta entrada el 04.11.2016 en el Blog de Inteligencia Emocional de Eitb-desaparecido el 01.07.2024]


El título de esta entrada es el lema del anuncio “El Efecto Pigmalión” de Divina Pastora Seguros ganador de un Bronce en publicidad, en el apartado spots, en la edición de 2016 de los Premios Laus (se puede ver al final). Soy una firme convencida de la fuerza del efecto Pigmalión. De hecho, tengo un lema que trato hacer realidad en mí y en otras personas: “Querer es poder… Creer es crear”. Se suele hablar de este efecto también como las profecías que se autocumplen. “Las profecías tienden a realizarse cuando hay un fuerte deseo que las impulsa. Del mismo modo que el miedo tiende a provocar que se produzca lo que se teme, la confianza en uno mismo, aunque sea contagiada por un tercero, puede darnos alas” (Alex Rovira). Me gusta mucho cómo acaba el artículo “Algunas curiosidades sobre el anuncio”: “Ya sabes, haz tuyo el efecto Pigmalión y cambia lo ‘imposible’ por ‘lo posible’ y el ‘Nunca lo intentes’ por ‘No te detengas’”.

Recientemente mi hijo mayor, Xabier, ha cumplido 18 años y estoy dándole muchas vueltas al efecto Pigmalión. Es un gran lema ahora que legalmente ha alcanzado la vida adulta el “corre, vuela, no te detengas”… mi gran duda es si ese es el mensaje que le he trasmitido a lo largo de todos los años anteriores… Sí que soy consciente de que cada vez que me decía cosas como “¿soy un payaso ama?”, le respondía: “No cariño, no eres un payaso… A veces haces tonterías y las haces muy bien…”. En uno de los roles más importantes de nuestra vida, el de padres y madres, en ocasiones no caemos en la cuenta del poder que tienen nuestras palabras sobre esas personitas que aprenden de nosotros como esponjas y que harían cualquier cosa por no decepcionarnos (independientemente de que lo que esperemos sea positivo o negativo).

El otro día presencié una escena en la entrada del supermercado que me removió profundamente. Estuve a punto de intervenir pero dudé de si sería una buena idea y no lo hice. Pensé que igual empeoraría la situación. En las taquillas que hay en la entrada para guardar las bolsas estaban una madre y un hijo de unos 14 años. El niño tropezó con la madre y ésta se hizo daño. De repente, con la cara invadida por la ira, la madre le empezó a gritar: “qué torpe eres; mira que eres inútil, cómo se puede ser tan idiota…”. No soy quién para juzgar a esa madre pero sí puedo afirmar que esa comunicación no fue adecuada, que ese no es un buen mensaje para un hijo (y menos en público). La cara del niño lo decía todo… una mezcla de vergüenza, resignación y, sobre todo, dolor… Qué fácil es herir a alguien, minarle su autoestima y qué difícil reparar ese daño. Me recordó una historia que solemos contar en nuestros cursos, El papel arrugado:

“Contaba un predicador que, cuando era niño, su carácter impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor provocación. Luego de que sucedía, casi siempre se sentía avergonzado y batallaba por pedir excusas a quien había ofendido.

Un día su maestro, que lo vio dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón, le entregó una hoja de papel lisa y le dijo:
     ¡Arrúgalo! —El muchacho, no sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una bolita.
     Ahora —volvió a decirle el maestro— déjalo como estaba antes.

Por supuesto que no pudo dejarlo como estaba. Por más que trataba, el papel siempre permanecía lleno de pliegues y de arrugas. Entonces el maestro remató diciendo:
     El corazón de las personas es como ese papel. La huella que dejas con tu ofensa será tan difícil de borrar como esas arrugas y esos pliegues”.

Una vez abierta la herida de poco sirve decir “lo siento”, “no sabía lo que decía”, “me he descontrolado”, “me he dejado llevar”, etc. Esa herida deja cicatriz y esa cicatriz es más profunda cuando la herida nos viene de alguien muy querido o relevante para nosotros. Y no debemos olvidar tampoco que muchas veces las heridas nos las causamos nosotros mismos. A veces somos quienes nos decimos las cosas más terribles, quienes nos ponemos los mayores obstáculos… Nos debería saltar una alarma cada vez que nos decimos cosas como: “qué tonta soy”, “qué inútil”, “no puedo ser más torpe”, “¿cómo puedo ser tan despistada?”, etc.

En este contexto es relevante también hablar de los mentores. Mentor es un personaje de la mitología griega, el consejero de Telémaco en la Odisea. Si acudimos al diccionario de la RAE las dos primeras acepciones son: 1) m. y f. Consejero o guía; 2) m. y f. Maestro, padrino. La mayoría de las personas que ejercen liderazgo o que han alcanzado posiciones de poder suelen relatar que en su vida han tenido uno o varios mentores; han encontrado personas que les han ayudado, sabiéndolo o no, a dar lo mejor de sí mismas. Cualquiera de nosotros puede ser un mentor para otra persona y hacer una diferencia en su vida; para ello es necesario ver no lo que la otra persona es sino lo que puede llegar a ser. Todos podemos contribuir a mejorar la autoestima de otra persona. Lo importante, como señala este interesante vídeo, es dar el mayor número de fichas de póquer posible y quitar sólo aquellas que sea necesario…

En una entrevista César Bona, uno de los 50 finalistas para el Global Teacher Prize de 2015 (considerado el Nobel del profesorado), señalaba: “Los niños no son solo los adultos del mañana: son habitantes del presente. Subestimamos constantemente a los niños y su creatividad, pero todos tienen un talento; solo hay que saber abrir la puerta para que lo saquen. Y ahí es donde intervenimos los maestros, viendo lo que los demás son incapaces de ver”. Esta afirmación es válida no sólo para los niños. Todas las personas tenemos uno o varios talentos. Y es misión de todo educador ayudar a aflorar dichos talentos, no sólo de los educadores de edades más tempranas, y no sólo en el ámbito escolar sino en todos los de nuestra vida.

Ojalá seamos capaces de animar e impulsar a avanzar a las personas con las que nos relacionamos. Ojalá de nuestros labios salga el “corre, vuela, no te detengas” que haga al otro dar lo mejor de sí mismo.

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