domingo, 17 de abril de 2016

Donde la vida y la muerte se dan la mano


Ayer por la mañana me sentí a gusto en un cementerio, era la primera vez… y a pesar de la terrible razón que me había llevado allí… Hace una semana murió una prima mía, Iratxe (39), después de estar luchando durante cinco años contra el cáncer y ayer llevamos sus cenizas al nicho de la familia. Había mucho dolor e impotencia en nuestras palabras y en nuestros silencios…

Es sobrecogedor el silencio y la paz que se respira en un cementerio, y eso que en el de Derio hay aviones despegando y aterrizando a escasos metros… Me llama la atención como se impone la vida en un contexto en el que queda patente la limitación de la misma. Los verdes son intensos, la hierba crece con fuerza alrededor de tumbas y panteones… Los cipreses parecen custodios del descanso de sus habitantes… La vida se impone como la otra cara de la moneda…

Al pasear por las calles (debo decir que me resulta un poco inquietante tanto orden para toda la eternidad…) es inevitable fijarse en los nombres, las fechas, los epitafios, las fotos… e imaginar historias… Detrás de ellos se adivina mucha vida, amor, dolor, encuentros, desencuentros, sueños realizados y otros perdidos… Me viene a la cabeza un precioso cuento:

Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador. Un buscador es alguien que busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco es alguien que sabe lo que está buscando. Es simplemente para quien su vida es una búsqueda.
Un día un buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió. Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó Kammir, a lo lejos. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención.
Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadoras. La rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada… Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspaso el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos eran los de un buscador, quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción… “Abedul Tare, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días”. Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra. Era una lápida, sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar… Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado, también tenía una inscripción, se acercó a leerla decía “Llamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas”. El buscador se sintió terrible mente conmocionado. Este hermoso lugar, era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían  inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11 años. Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
- No ningún familiar – dijo el buscador - ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de chicos?
El anciano sonrió y dijo: -Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta, como esta que tengo aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella: a la izquierda que fu lo disfrutado…, a la derecha, cuanto tiempo duró ese gozo. ¿Conoció a su novia y se enamoró de ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?… ¿Una semana?, dos?, ¿tres semanas y media?… Y después… la emoción del primer beso ¿cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?…  ¿y el embarazo o el nacimiento del primer hijo?…  ¿y el casamiento de los amigos…?  ¿y el viaje más deseado…? ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano…? ¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?…  ¿horas? ¿días?… Así vamos anotando en la libreta cada momento, cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido.
“El buscador”, Jorge Bucay, 26 cuentos para pensar

Parece un contrasentido, ayer al pasear entre la muerte me sentí fuertemente unida a la vida. ¿Por qué temer a la muerte si hemos Vivido (con mayúscula)? Pensé en los días que hay marcados en mi libreta y los que quedan por apuntar… Deseé firmemente centrarme en lo que me da vida y en aportar vida a mi alrededor. Decidí regalar besos, abrazos y “te quiero” sin vergüenza, sin miedo, sin medida, sin esperar nada a cambio… Una canción empezó a sonar con fuerza en mi interior…

“Celebra la vida, celebra la vida
Que nada se guarda, que todo te brinda
celebra la vida, celebra la vida
Segundo a segundo y todos los días
Celebra la vida, celebra la vida
Y deja en la tierra tu mejor semilla”

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