[He
publicado esta entrada el 12.04.2021 en el Blog de Inteligencia Emocional de
Eitb-desaparecido el 01.07.2024]
Es
domingo de Pascua… por la mañana salgo a dar un paseíto y los colores me parecen
más vívidos que nunca. Y tiene una explicación…
Hacía unas horas había recibido el alta
de la Covid-19. Todo empezó de la manera más insospechada. A mi ama le operaron
de la mano el día 17 de marzo. El 19 empezó con síntomas: fiebre y algo de tos.
Pensamos que se había resfriado en la operación. En alguna otra operación le
había pasado. Vino a mi casa el día 21 y el 23 dio positivo. Yo di positivo el
24. Mi hijo dio negativo en la primera y positivo en la segunda, el día 1 de
abril. A punto de cumplir 21 años se ha
pasado todas las vacaciones en casa. A mi marido, que está en su casa con su
hija, le sucedió lo mismo que a mi hijo. Afortunadamente su hija dio negativo
en las cuatro pruebas que le hicieron. Mi ama ingresó en el hospital el día 26.
Está en la UCI y va poco a poco. Mi hermana, que estuvo con mi ama hasta que
vino a mi casa, también dio positivo. Y eso que 18 días antes le habían puesto
la vacuna. Mi marido ingresó en el hospital el 7 de abril... ¿Quién nos iba a decir que nos iba a tocar
de cerca?
Las emociones se han ido sucediendo y me
han ido llevando de un lugar para otro. Voy
a mencionar algunas, aunque no estén en orden y hayan estado yendo y viniendo… Cuando
te hacen la prueba a ti y a las personas cercanas sientes cierta expectación y desasosiego. No quieres haber sido origen de contagios. Había algo
dentro que me decía que la tos que yo tenía era un síntoma claro. Con la
llamada del resultado positivo te ‘golpea’ toda la información que has ido
escuchando en todo este tiempo y aparece el desánimo. Cuando mi ama estaba en mi casa y no podía hacer nada, no
quería comer y cada vez estaba más apagada sentía una gran frustración e impotencia. Y
también algo de culpa: ¿podría haber
hecho más? Reconozco que cuando se la llevaron en la ambulancia dos sanitarios
vestidos de astronautas sentí cierto alivio
porque le iban a atender mejor que yo. Y de nuevo asomaba la culpa por sentir
ese alivio. A la vez me invadió un profundo temor y una gran tristeza.
No se me borra la expresión de su cara que era de vulnerabilidad absoluta y de cierto desconcierto. En ese momento uno de los escenarios que tu mente te
presenta es que igual no vuelve. No me caracterizo por el pesimismo, pero es
incontestable que es un escenario posible. Durante los primeros días de mi
madre en el hospital sentía permanentemente intranquilidad, agitación
y enojo, sin entender muy bien por
qué me sentía así. Todo volvió a repetirse cuando la ambulancia se llevó a mi
marido. Afortunadamente, solo fueron cuatro días y la mejoría fue clara. Poco a
poco fui aprendiendo a controlar la impaciencia
que surgía según se iba acercando la hora de la llamada del hospital, que no
siempre era a la misma hora (una horquilla de dos horas es mucho esperar).
Indudablemente un ratito diario de meditación por la mañana sirvió de gran
ayuda. La ilusión aparecía con cada
mínimo avance que se daba “dentro de la gravedad”. Los días pasaban sin mucha
novedad y con un cansancio permanente y el hastío
y la resignación te acompañaban. A
mí me dieron el alta y salí a la calle el día de la final de copa entre la Real
y el Athletic. Al salir a la calle y ver el ambiente sentí enfado, rabia, pesar y desconfianza… ¿No hemos aprendido nada? Cada vez hay menos personas
que pueden decir que no han vivido de cerca la enfermedad y, a pesar de todo,
las muestras de falta de solidaridad y de sensibilidad son patentes… A día de
hoy mi ama sigue en la UCI y todavía queda mucha incertidumbre. La montaña
rusa emocional parece que va a durar un tiempo.
Si
tengo que destacar una emoción que me ha acompañado todo este tiempo, es el
agradecimiento. Me siento agradecida a la vida, a mis amigas y amigos, a los
profesionales de la medicina y a mi familia. Cada
llamada, cada mensaje, cada ofrecimiento, cada palabra de ánimo y consuelo,
cada parte médico, cada muestra de cariño, cercanía y preocupación me han
ayudado a mantener el optimismo dentro de la incertidumbre, aunque no puedo
negar que la soledad también ha
hecho acto de presencia en algún momento. Me siento muy afortunada por tener un
entorno tan bondadoso y afectuoso. No se puede expresar con palabras lo que
sientes cuando te traen a la puerta de tu casa comida preparada o cuando te
llaman para dar un paseo al recibir el alta. Quizá lo que más se acerque es sobrecogimiento.
Me gustaría terminar con unas palabras de Jorge Bucay sobre el valor de la vida, que son muy pertinentes en el momento que estamos viviendo: “En tiempos como este, donde esta pandemia cruel amenaza la vida de todos y la vida de algunos más que la de otros, bueno sería tener presente que no hay valor más supremo; ni la economía, ni el progreso personal, ni los intereses de posesión de cada uno, ni la codicia de un grupo determinado sobre otro. Nada puede estar por encima del valor de la vida misma; no sólo la de unos pocos, sino la de todos. Sigue siendo cierto que la única manera de preservar la propia vida es preservar la vida de todos porque solamente así podremos superar esta situación”
No hay comentarios:
Publicar un comentario