[He
publicado esta entrada el 05.10.2020 en el Blog de Inteligencia Emocional de
Eitb-desaparecido el 01.07.2024]
¿Qué padre o madre no ha pronunciado la frase “¡Cómo crece mi hijo/a!”? Verles crecer es una de las cosas que más consciente te hace del paso de tiempo. Un día parece que falta mucho tiempo para que emprendan el vuelo y al día siguiente les ves extender sus alas y tomar altura… Hace algo menos de un año publicaba una entrada, con ocasión de la partida de mi hijo mayor hacia su estancia Erasmus, que terminaba así:
“Te he dado raíces… He ‘cosido’ tus alas con jirones de mi alma. Soy el puerto en el que siempre podrás atracar… Pero ha llegado el momento de que despliegues tus alas y que vueles como estoy segura que sabes hacer… ¡Suerte Xabi!”
Hace unos días me volvía a despedir para una estancia más larga, un año, pero algo más cerca, Madrid. Esta vez ha sido un poco menos duro. No tuve que contener las lágrimas. Le despedí con una sonrisa. Estaba algo más preparada… si es que alguna vez se puede estar preparada para que un hijo se vaya de casa.
Son muchas, y de muy diverso tipo, las emociones que me invaden en este momento. Se solapan unas con otras (¡Así son las emociones…!) y me tienen un poco agitada. Me vienen a la cabeza unos versos de una canción de Andrea Bocelli y su hijo Mateo a la que dediqué otra entrada: “Que sigo dispuesto a amarte sin fin / Pero a cada paso que doy / Más te alejas tú”. Siento un amor que me desborda y me recuerda que tiene que hacer su camino; por otro lado, siento algo de tristeza porque no le voy a ver tanto y una pizca de añoranza de ese niño que siempre me quería tener cerca. No puedo negar que también siento un poco de miedo porque va a una ciudad que está más azotada por la pandemia y en la que acecha la sombra de que limiten la movilidad y eso impida que pueda venir en un tiempo largo. Sin duda estoy alegre porque esta vez le ha costado menos irse, no ha estado tan nervioso, no tenía cara de cachorrito asustado (eso me partió el corazón el año pasado al dejarle en el aeropuerto…). Además, está contento e ilusionado con el Máster que va a hacer y con el hecho de compartir piso con amigos. Eso me da mucha tranquilidad. Y quizá el sentimiento que predomina es el de orgullo. Le veo convertido en un adulto (aunque a veces algunos comportamientos digan lo contrario). Decidido, capaz de organizarse y administrar el dinero que hemos acordado que va a tener. Consciente del esfuerzo que supone estudiar fuera. Y lo más importante, con principios… Y por todo ello me siento satisfecha. Mi tarea era la de educar y, a pesar de muchos errores y cosas que podría haber hecho mejor, la he cumplido. La siembra está hecha, ahora queda recoger los frutos.
Mientras escribo estas líneas me llama mi hijo pequeño y me dice que “está bien pero que ha roto el coche”. Venía de un partido con dos compañeros de equipo y han tenido un accidente. Por un instante se para el mundo, me cuesta respirar… La mente me va a mil por hora. Me repito a mí misma: “Tranquila, todos están bien, también el conductor del otro coche”. Recibo unas fotos de cómo ha quedado el coche. Me invade el llanto porque soy consciente de lo que podía haber pasado. El tiempo se me hace eterno hasta que llega a casa… Me fundo en un abrazo liberador que se lleva toda la tensión contenida. Creo que pocas veces he sentido tanta gratitud.
La verdad es que les he llevado 9 meses en las entrañas, pero desde ese momento se me han instalado en la mente y el corazón y ocupan un espacio inmenso. Es lo que tiene ser madre… una tarea de 24 horas, 7 días a la semana y con una alta intensidad emocional…