[He publicado esta entrada el 30.11.20 en el Blog de Inteligencia Emocional de Eitb-desaparecido el 01.07.2024]
En lo últimos días han confluido dos
hechos que me inspiran esta reflexión. Por un lado, he asistido al seminario “Diálogos sobre pedagogía ignaciana” impartido
por el Rector de la Universidad de Deusto, José María Guibert, e inspirado en
su último libro. Por otro, una
conversación con una amiga que me contaba la situación que había vivido su
hijo adolescente en el colegio y el desasosiego e indignación que le producía.
Empiezo por esto último. Clase de
gimnasia, 2º ESO, 13 años, hormonas revolucionadas, espacio algo más relajado
que el aula cotidiana… Niños y niñas están corriendo siguiendo las indicaciones
del profesor. El hijo de mi amiga va a la par que su amigo del alma.
Seguramente no están concentrados al 100%... ¿Quién no se acuerda de las
tonterías que se hacían con esa edad en cualquier contexto? El profesor detiene
la clase, les increpa que no se están tomando en serio la actividad y les ordena
lo siguiente: Tienen que correr persiguiéndose el uno al otro; quien alcance al
otro se libra del castigo; y quien ‘pierda’ tendrá que quedarse el viernes por
la tarde haciendo una tarea… Empiezan a correr. El resto de la clase jalea a
los corredores. Al final, el hijo de mi amiga alcanza a su mejor amigo. ¿Se puede decir que ha ganado? ¿Cómo se
siente? ¿Cómo se siente su amigo? ¿Qué es lo que ha aprendido? ¿Qué es lo que ha aprendido el resto de la
clase?
No es difícil ponerse en la piel del hijo
de mi amiga… Sentía desconcierto
(¿qué es lo que me está diciendo? ¿por qué tengo que hacer esto?); vergüenza y humillación (la situación
recuerda a una escena del Circo romano); rabia
y frustración por tener que hacer algo que puede dañar a su amigo y a la
relación; impotencia por verse
obligado a cumplir unas órdenes difíciles de comprender, pero que de no
cumplirlas podrían interpretarse como insubordinación; pena por saber que su amigo es menos rápido y va a ser él quien le
atrape… Y todo esto ¿para qué? ¿Cuál es
la intención educativa de esto?
Esto me lleva al libro de Guibert (2020, p.9) que comienza así: “Con este libro quiero presentar una reflexión sobre una de las actividades más nobles que existen en la humanidad: la educación. Preocuparse por el que no sabe, ayudarle a aprender y a crecer en su entorno, generar caminos de emancipación y de construcción compartida de la personalidad, acompañar senderos de discernimiento y maduración, etc. o cualquier rasgo que elijamos para describir la actividad educativa, son hitos preciosos que tocan lo más hondo de la fibra humana”. La labor de un docente es contribuir a la formación integral de las personas que tiene a su cargo, y va mucho más allá de transmitir unos conocimientos (en eso internet supera a cualquiera). Es preparar para la vida en todas sus dimensiones. “El deseo de hacer bien al educando y el amor a esa persona deben marcar o iluminar la acción educativa” (Guibert, 2020, p 11). Esta es una clave fundamental, la labor educativa debe estar inspirada en el amor. Puede resultar chocante hablar de amor en este contexto, pero es básico. En mi despacho tengo una lámina con la imagen que abre esta entrada y que me recuerda cada día que las huellas que debo dejar son huellas de amor; y las dejo con lo que digo y lo que hago.
Me gustaría terminar con la cita con la
que abre su libro Guibert (2020) y que pertenece al Padre General de la
Compañía de Jesús:
“La educación
es un factor de desarrollo humano a través del cual se persiguen la justicia
social, la reconciliación entre los seres humanos y con el medio ambiente, se
promueve la paz y se detiene la violencia; se abren horizontes universales y
trascendentes. Un ser humano educado sabe situar sus metas personales dentro de
la búsqueda del bien común” Arturo Sosa, SJ
Cada
educador, cada educadora tenemos una gran responsabilidad… Somos “guardianes de
la llama”…
Bibliografía:
- Guibert, José María, SJ (2020). Para comprender la pedagogía Ignaciana. Bilbao: Mensajero