[He publicado esta entrada el 06.10.2017 en el Blog de Inteligencia
Emocional de Eitb-desaparecido el 01.07.2024]
Recientemente he visto una película que me ha parecido muy
inspiradora, más teniendo en cuenta que mi profesión y mi vocación es la de
educadora, que es más que profesora. Educar
es tocar una vida para siempre, o al menos tener el poder y la responsabilidad de hacerlo… La película
es El club de los emperadores.
Kevin Kline encarna al exigente y carismático profesor
Hundert quien imparte la asignatura de Historia Grecorromana en el prestigioso
colegio interno para chicos St. Benedict, donde se educa a una parte de las
élites norteamericanas. Son muchos los mensajes sugerentes que el
profesor transmite con energía y convicción en el aula: "El carácter
de un hombre es su destino”; “Las
grandes ambiciones y conquistas sin vuestro compromiso personal carecerán de
sentido ¿Cuál será vuestra contribución? ¿Cómo os recordará la historia?”; “Más
que vivir, lo importante es vivir según una ética”; “La juventud pasa. La
inmadurez se supera. La ignorancia se cura con la educación y la embriaguez con sobriedad. Pero la
estupidez dura para siempre”…
La película se desarrolla en dos momentos. En el curso 1972 un alumno nuevo, Sedgewick Bell, hijo de uno de los senadores de Virginia quien es benefactor del centro escolar, se le presenta al profesor Hundert como un reto por su rebeldía. Se empeña en hacerle cambiar y conseguir que se interese por la materia. Y casi lo consigue. La decepción del profesor llega cuando descubre que ha hecho trampas en el concurso anual que organiza en su asignatura. Pero no le delata. Otra parte de la película se desarrolla 25 años después cuando Sedgewick Bell reúne a sus antiguos compañeros y al profesor Hundert para reproducir la final del Concurso Julio César de 25 años atrás… Y la historia se repite…
Hay dos diálogos que me llamaron especialmente la atención. El primero de ellos se da cuando Sedgewick Bell está en el colegio y el profesor Hundert va a hablar con su padre:
(Profesor) “(…) Únicamente pretendo moldear el
carácter de su hijo”.
(Senador) “¿Moldear? Por Dios todo poderoso…
Olvídelo. Usted no va a moldear a mi hijo. Lo que tiene que hacer es enseñar a
mi hijo. Enséñele cosas de su tiempo (…) Usted, señor, no va a moldear a mi
hijo, lo moldearé yo”.
Hace un tiempo, hablando de Para qué sirve la ética yo escribía: “Forjarse un buen carácter es la opción más inteligente en la búsqueda de la felicidad, y esto es válido también para las organizaciones y los pueblos. Cada uno vamos formando nuestro carácter (que tenderá hacia el bien o hacia el mal) acto a acto, decisión a decisión”. En este proceso de forjar nuestro carácter cada uno de nosotros somos los principales responsables, pero es innegable que recibimos múltiples influencias ¡Qué suerte encontrarnos con un maestro que nos hable de la importancia de los principios y nos lo demuestre! ¡Qué suerte toparnos con alguien que vaya más allá de hablarnos de las “cosas de nuestro tiempo”! Porque la vida no nos la jugamos en los conocimientos sino en los valores.
El otro diálogo que quiero comentar es cuando 25 años después la historia se repite y al encontrarse en el baño el profesor Hundert le pone al descubierto a Sedgewick:
(Sedgewick)
"Confío en que esto quede entre
nosotros, como siempre. Confío que así será".
(Profesor) "¿Quiere decir que no salga y le acuse
de mentiroso y tramposo? No, no, soy un profesor, Sedgewick. Le he fallado…
como profesor. Pero si me permite voy a darle una última lección. Todos en
algún momento nos vemos obligados a mirarnos al espejo y ver cómo somos en
realidad. Y cuando llegue ese día, Sedgewick, tendrá que afrontar el hecho de haber
vivido una vida sin virtud, sin principios. Le compadezco por ello. Fin de la
clase".
(Sedgewick) "¿Qué quiere que le diga, Señor? Me importa
una mierda. Sinceramente ¿a quién de ahí fuera le importan una mierda sus
principios y sus virtudes? Porque, usted por ejemplo, ¿qué ha conseguido en la
vida? Yo vivo en el mundo real, el de la gente que sabe cómo conseguir lo que
quiere. Y si hay que mentir y engañar no importa. De modo que voy a salir ahí y
voy a ganar esas elecciones Señor Hundert. Usted me verá por todas partes…
Quizá luego me preocupe en contribuir en algo".
Queda claro que Sedgewick no siente ninguna vergüenza ni arrepentimiento por su mal comportamiento. La vergüenza, como escribe Javier Bárez, “es necesaria porque marca algunos límites, que como vemos, en algunos casos se sobrepasan porque evidentemente, existen algunas fuerzas que empujan a ello, quizás otras emociones como la codicia, la avaricia, y sobre todo, las ansias de disfrutar de la vanidosa sensación de poder”. Ciertamente no le habían calado las enseñanzas del profesor. Para él “el fin justifica los medios”. Muchas personas piensan así, y así nos va…
Prefiero quedarme con la postura del profesor, con su coherencia práctica y vital. Ante la pregunta de qué ha conseguido en la vida creo que la respuesta es la mejor que se puede dar: ha conseguido ser fiel a sí mismo y a sus principios. Puede sentir el orgullo de haber cumplido su misión de tocar las vidas de algunas personas, y de tocarlas para bien. Como señala Pablo Cueva , “lo que hacemos, o aquello en lo que hemos intervenido puede generar orgullo. La satisfacción por la autoría de un trabajo, por el resultado de un esfuerzo realizado, por las consecuciones de nuestros hijos son algunos ejemplos del orgullo vinculado al resultado de una acción. En este caso el sentimiento viene de la mano de la vinculación con lo ético como el trabajo bien hecho o la ponderación del esfuerzo por encima del resultado”.
Para terminar me
hago, y hago a quien lee esto, la preguntas del profesor Hundert: ¿Cuál será mi
contribución? ¿Cómo me recordará la historia?... Y añado, ¿qué significa para
mí el éxito en la vida? ¿Cómo lo mido?